Estás en un bar sola, y rodeada de gente. Tienes la mirada perdida, piensas que pasas desapercibida pero cada persona que vuela a tu alrededor se ahoga con la estela que desprende el cielo de tu pelo.
De pronto alguien golpea el micrófono. Se limita a decir buenas noches y empieza a sonar un violín que crea la melodía del fin. Sigue sin haber apenas luz pero ya no estás a oscuras, ya no miras a ninguna parte.
El hombre aparta el taburete del escenario y se sienta en el suelo. Se enciende un cigarro y separa el micrófono del soporte. Esta noche va a cantar su testamento.
Empieza la función. Su voz está más gastada que el vaso donde descansas tu Martini seco. Sin embargo, siempre quiso cantar esa canción ya que, al fin y al cabo, ha dedicado toda su vida a escribirla.
Dejas de beber y fijas tu mirada en el pecho del hombre, puedes sentir como su corazón está a punto de gritar. No lo hace, esta noche solamente ha venido a cantar.
De pronto suspira y se para el tiempo. Una luz rompe la oscuridad y su voz atraviesa el silencio. Su corazón ha explotado y el tuyo se ha paralizado. No puedes respirar y tu vaso ha desaparecido, ya no existe el alcohol. La canción te absorbe y te transporta a un mundo donde todas las puertas están abiertas, el mundo con el que siempre has soñado.
Acaba la canción, lo sabes, y sin darte cuenta sientes que no quieres que termine, pero acaba. Se levanta, da las gracias por el silencio del público, y te mira.
No puedes respirar.
Se acerca, y por primera vez en su vida sus pasos no hacen ruido. Lo tienes enfrente, sus ojos te sonríen, su aire es tu aire. Se acerca más y cuando parece que tus labios se desprenden coge sus cosas y se marcha de aquel lugar.
Para no volver.
Porque un publicista que se estanca no crece, ni avanza. Así que canta tu canción, vívela, siéntela y olvidala. Siempre es mejor dar por finalizada la función dejando el recuerdo, que arriesgarse a quedar anclado eternamente en una melodía de la que no puedas escapar.
Renovarse o morir.
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