Comprendo que el
paso del tiempo, tan inevitable como depredador, no deja lugar a la mentira. Al
fin y al cabo, no podemos engañar a nadie. Terminarán por descubrir quiénes
somos, aunque nuestro hábil captor sea nuestro mísero reflejo.
Es ese minutero diabólico quien tampoco dejará espacio para los sueños que, falsamente prometidos, quizás fueron demasiado utópicos para convertirse en realidad. Algún día tendremos que asimilar que no fueron simples deseos, sino delirios de grandeza.
No somos más que hojas secas de otoño arrastradas por una corriente temporal, débiles, carentes de voluntad real. No podemos luchar contra el curso de los ríos ni evitar ser devorados por su fatídico desenlace.
Lo que sí que
podemos hacer es quitarnos, aunque sólo sea por un instante, nuestros
industriales zapatos y pisar la fría hierba de la mañana, que no es poco.
A pesar del tiempo, de las arrugas, de los años, siempre nos quedará el olor de la tierra rojiza, la sonrisa maliciosa de la noche, los ojos de aquellos que consiguieron ver a través de nosotros mismos.
Hay quien puede pensar que este mundo es complejo, complicado, difícil. También hay quien prefiere no perder el tiempo en el tiempo y dedicarse a vivir.
Seguimos siendo niños con demasiadas capas de pintura, nada más.