Bienvenidos, mis queridos lectores, al momento
álgido de la partida.
Aquí estoy yo, el rey, junto a mis dos torres y el alfil.
Han muerto mis caballos y no he sabido guiar a mis peones hacia la batalla.
Me pregunto consternado, con el oído sangrando e
intentando sacar las pocas fuerzas de flaqueza que me quedan, cómo narices he
llegado hasta aquí. No entiendo, no comprendo el extraño resultado de la
situación. Hace apenas dos días tenía un ejército implacable a mis órdenes,
dispuestos a dar la vida por mí.
No me queda casi nada, mi uniforme de gala está
rasgado por el pecho. ¡Ni hablar de la armadura!, me la quité para ofrecérsela a mi
enemigo y él, él se la regaló a uno de sus peones.
He fracasado como líder, como comandante en jefe de
mi batallón y como estratega.
Únicamente me queda mi espada, mandoble de doble
filo.
Arranco mis medallas y las arrojo sobre este
sangriento tablero. No quedan victorias ni batallas vencidas si al final,
cuando todo termina, pierdes la guerra. Me arrodillo, pues no me queda aliento ni
para continuar levantando este estandarte.
A mi rival tan sólo le queda el rey y la reina,
más que suficientes para derrotarme.
Miro a lo que me queda de ejército y caigo en la
cuenta de que no han luchado. Ninguno de ellos lo hizo.
Me pongo en pie, agarro con fuerza el mandoble y me
acerco a ellos.
- Mis valientes guerreros, ¿por qué no lucharon por
mí en esta guerra que sabían que no podía ganar sólo?
- Mi señor, nunca te mostraste débil, nunca nos
dijiste que hiciésemos falta en esta cruenta batalla. Incluso en medio del
rechinar de sables dolorosos nos gritabas “¡quedaos quietos, mis soldados!", ¿cómo
demonios pretendes ahora que nos sintamos culpables?
Mientras comprendo que quizás, en el silencio de mi
tormento necesitaba ayuda, se acerca la reina y me susurra al oído...
Jaque mate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario