miércoles, 19 de septiembre de 2012

De hambre a hambre

Esta es la historia de un niño que quiso jugar a ser dios.
Nunca supo exactamente si eligió este juego, más sin embargo, nunca dejó de jugar. Dicen que fue el propio mundo quien lo colocó, cual débil peón, en este dificultoso tablero. Comentan también que fue él mismo quien voluntariamente se metió en esta enredadera de sufrimiento muy poco recompensado. Él afirmaba que fue el hambre quien le hizo participar eternamente en la conquista de algo, que en cierto modo, sabía que no podía conseguir.
Sus amigos solían preguntarle que qué era aquello que le impedía jugar con ellos a construir castillos de arena en la playa, él solía contestar que sus castillos debían ser de hormigón, material muy poco abundante por aquellos lares. La razón, aunque poco respaldada, era obvia. Cuando subiese la marea, ellos volverían a su casa real, con su comida real, con su ausencia de incertidumbre real. El niño, el cual únicamente tenía como realidad el miedo a no conseguir esas realidades, luchaba a fuego por un pedazo de estabilidad. 
Tan solo quería no tener hambre, tan solo quería no pensar.
Fueron pasando los años y compaginó su vida normal con su guerra contra el mundo. No lo llevaba mal, de hecho, su sonrisa llegó a ser tan real que incluso él mismo se la acabó creyendo. Madrugaba un poco más que el resto y se acostumbró a no dormir del tirón. Su cabeza funcionaba a cámara rápida, pero sus movimientos eran más tranquilos que la palabra terciopelo. 
Cuando alcanzó la madurez, llegó a la conclusión de que había pasado tanto tiempo consigo mismo que aquello era lo normal, que el resto del mundo no estaba viviendo o simplemente no estaban aprovechando la cantidad de oportunidades que esta vida les ofrecía. No obstante, veía como ellos viajaban, salían, se divertían constantemente y la despreocupación de sus rostros llegaba a ser, como mínimo, insultante.
Estaba claro que se habían diferenciado dos caminos, uno de los dos, absurdo.
No importa, el tiempo fue pasando y con él fuimos envejeciendo. Todo cambiaba y a su vez todo seguía igual, era difícil comprender hacia donde iba aquel niño que se había hecho grande pero que nunca llegaba a crecer del todo. Era feliz, a su manera era feliz. El mundo, sin embargo, se empeñaba en ponerle metas cada vez más complicadas y en ocultarle el lugar donde se escondía el final de la partida.
Nunca supimos si aquel niño grande dejó de pasar hambre, si consiguió llegar a conquistarlo todo. Solo sabemos que el día que desapareció, dejo un papel escrito a lápiz, muestra inequívoca de que siempre quiso ser inocente. 
Sus últimas palabras fueron:
Yo también quise jugar a construir castillos de arena, pero alguien me lo impidió. Tan solo me inventé este juego para poder jugar a algo.

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