Esta es la historia de un niño que
quiso jugar a ser dios.
Nunca supo exactamente si eligió este
juego, más sin embargo, nunca dejó de jugar. Dicen que fue el propio mundo
quien lo colocó, cual débil peón, en este dificultoso tablero. Comentan también
que fue él mismo quien voluntariamente se metió en esta enredadera de
sufrimiento muy poco recompensado. Él afirmaba que fue el hambre quien le hizo
participar eternamente en la conquista de algo, que en cierto modo, sabía que
no podía conseguir.
Sus amigos solían preguntarle que qué
era aquello que le impedía jugar con ellos a construir castillos de arena en la
playa, él solía contestar que sus castillos debían ser de hormigón, material
muy poco abundante por aquellos lares. La razón, aunque poco respaldada, era
obvia. Cuando subiese la marea, ellos volverían a su casa real, con su comida
real, con su ausencia de incertidumbre real. El niño, el cual únicamente tenía
como realidad el miedo a no conseguir esas realidades, luchaba a fuego por un
pedazo de estabilidad.
Tan solo quería no tener hambre, tan
solo quería no pensar.
Fueron pasando los años y compaginó su
vida normal con su guerra contra el mundo. No lo llevaba mal, de hecho, su
sonrisa llegó a ser tan real que incluso él mismo se la acabó creyendo.
Madrugaba un poco más que el resto y se acostumbró a no dormir del tirón. Su
cabeza funcionaba a cámara rápida, pero sus movimientos eran más tranquilos que
la palabra terciopelo.
Cuando alcanzó la madurez, llegó a la
conclusión de que había pasado tanto tiempo consigo mismo que aquello era lo
normal, que el resto del mundo no estaba viviendo o simplemente no estaban
aprovechando la cantidad de oportunidades que esta vida les ofrecía. No
obstante, veía como ellos viajaban, salían, se divertían constantemente y la
despreocupación de sus rostros llegaba a ser, como mínimo, insultante.
Estaba claro que se habían diferenciado
dos caminos, uno de los dos, absurdo.
No importa, el tiempo fue pasando y con
él fuimos envejeciendo. Todo cambiaba y a su vez todo seguía igual, era difícil
comprender hacia donde iba aquel niño que se había hecho grande pero que nunca
llegaba a crecer del todo. Era feliz, a su manera era feliz. El mundo, sin
embargo, se empeñaba en ponerle metas cada vez más complicadas y en ocultarle
el lugar donde se escondía el final de la partida.
Nunca supimos si aquel niño grande dejó
de pasar hambre, si consiguió llegar a conquistarlo todo. Solo sabemos que el
día que desapareció, dejo un papel escrito a lápiz, muestra inequívoca de que
siempre quiso ser inocente.
Sus últimas palabras fueron:
Yo también quise
jugar a construir castillos de arena, pero alguien me lo impidió. Tan solo me
inventé este juego para poder jugar a algo.
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