jueves, 1 de diciembre de 2011

Nido en llamas


Le ardía la piel.

Aquella noche no conseguía conciliar el sueño, no era para extrañarse teniendo en cuenta su insomnio continuo, pero sudaba más de lo normal.

No se lo pensó dos veces, se levantó, cubrió su garganta con un pañuelo negro y sombrero de copa en mano se largó.

Dejó una nota en la nevera.

Estaba cansado, estaba cansado de la maldita rutina, del triste y acomodado paso del tiempo. No soportaba más sentirse como un halcón encerrado en su nido. Necesitaba saltar, volar, hacerse daño, intentar palpar el aire y caerse una y otra vez. Ansiaba el miedo, correr detrás de cada objetivo y ser perseguido por manadas de hienas sedientas de arrebatárselo todo.

En fin, necesitaba sentirse vivo.

Aquella última noche sería recordada como un punto de partida, donde todo empezó.

Y sería tal el triunfo que no pensaría en volver, y sería tal el portazo, que si cerrases los ojos años después y soñases, podrías sentir su sonrisa acariciando tus miedos.

Lo tuvo todo, aquello cuanto se propuso sencillamente lo consiguió. Y cada mañana, cuando se despierta, agradece aquella noche en la que se escapó del mundo en el que le había tocado vivir, para crear otro distinto donde poder elegir.

Esta es la historia de un hombre que lo dejó todo por no conseguir dormir, por sentir como su sangre cabalgaba y cabalgaba en busca de algo tan indescriptible como su propia ambición, por saber que podía ser algo más, por querer crecer, por no conformarse, por pensar que después de cada pensamiento debe haber una acción que lo confirme, por creer que tras la pared existía algo por lo que mereciese la pena desprenderse de su confortable pero absurda existencia.

Esta es la historia de un hombre que pensó que podía ser publicista.

Años después entraron al lugar de donde se escapó y vieron aquel viejo papel sujetado a imán en la nevera, en el que simplemente se podía leer:

“Lo siento pero tengo hambre, mucha hambre”.

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