Nos habían negado la entrada al albergue, al menos la entrada gratuita. Y nosotros, por aquel entonces, ya solo pagábamos por comer.
Habíamos entrado en el norte de Asturias,
concretamente en el pequeño pueblo “La Isla”.
Llevábamos todo el día pedaleando, empujando la
bicicleta y soportando el peso de nuestras alforjas. Apenas nos quedaba una
hora de luz y decidimos acercarnos a la playa a darnos un baño. Es extraño,
pero aún no nos habíamos bañado en la playa, y eso que nos acompañaba desde el
principio de nuestro camino.
Al llegar no tocamos ni el agua. Nos sentamos en la
arena formando un círculo y nos fumamos un cigarro casi en silencio. Estábamos
esperando la noche.
Cenamos con algunos peregrinos en una mesa de
madera gruesa, oscura, de esas que llevan muchos años allí, de esas que sabes
que van a durar toda la vida. Era agradable compartir vivencias con otras
personas, pero al cabo de poco ya me molestaba la conversación. Llevábamos
tanto tiempo solos que me había acostumbrado a lo bello del silencio.
La cena nos condujo a la negra noche, y sin darnos
cuenta, todo el mundo se había ido a dormir. Todo el mundo menos nosotros, que
estábamos esperando como gatos hambrientos nuestra oportunidad.
Entramos en el albergue sigilosos, a sabiendas de
que quedaba algún colchón sin utilizar amontonado en una habitación. Tiempo
atrás nos hubiese importado molestar, o que alguien nos llamase la atención.
Pero la necesidad de dormir cómodo iba muy por encima de todo aquello.
No quisimos dormir dentro, eso ya no era para
nosotros. Siendo sincero, recuerdo que cada día que nos quedábamos sin techo
era un regalo, una oportunidad más de sentirnos completamente parte del
entorno.
Así fue que sacamos 3 colchones al exterior, a los
jardines de aquel pueblo tan bonito.
No teníamos sábanas, ni colchas, ni nada. Recuerdo
como utilizaba como almohada unos sucios tejanos, y su olor ya no me
disgustaba. Es más, olía a hogar. Y cuando estás tan lejos de todo, cualquier
sensación parecida es realmente agradable.
Esa noche fue sin lugar a dudas “la noche”, y ese
pueblo, La Isla, el mágico lugar donde pudimos sentirnos en libertad.
Contemplamos la máxima expresión de un todo y pudimos adorar a la nada.
Desde entonces, no he vuelto a ver tantas
estrellas, ni he sido tan frágil y a la vez tan fuerte.
Desde entonces que no respiro igual.
Dónde
estás, noche estrellada, ¿dónde estás? Te busco y no te encuentro, corro detrás
de tu sombra y te pierdo entre la niebla. No quedan pasos a seguir, no dejas
huella en tu camino.
Quizás
esta historia aún no está terminada, quizás tenga que volver a sentir la hierba
en mi espalda. Quizás la noche me persigue en sueños y me grita que vuelva, que
aún no hemos terminado.
Solo sé
que los olores de ayer cada vez me hacen más daño.
Y que si lo pienso, estoy
atrapado en una necesidad que creo, será eterna.